La relación del agua con la economía es tan antigua como la humanidad. La pesca, el regadío y el transporte fluvial o marítimo son actividades económicas vinculadas al agua, a las que la evolución tecnológica ha añadido muchas más.
La tecnología hidráulica tiene ahí buena parte de sus raíces. Milán lo comprendió muy pronto y los canales (navili) que la comunicaron con el Ticino y el Po están en el origen de su prosperidad económica ya en la Edad Media, a la que más tarde contribuyeron las innovaciones técnicas de Leonardo da Vinci.
Es maravilla visitar el sistema de presas y canales que permitieron la explotación minera de Potosí –aún a costa de mucha sangre indígena-, o el Canal de Castilla que además de aportar energía hidráulica a los molinos se propuso conectar la producción agropecuaria de Castilla con los puertos cantábricos, proyecto que finalmente fue malogrado por la inestabilidad política y por el ferrocarril.
Análogamente, Joaquín Costa comprendió la importancia económica del agua para la economía agrícola. Más tarde se desarrolló la producción hidroeléctrica que favoreció la industrialización. Agua, agricultura y energía fueron la razón de ser de las Confederaciones Hidrográficas, creadas hace ya casi 100 años.
Así pues, ¿a qué viene el debate sobre si el agua es o no un bien económico? En nuestro país se ha planteado sólo en el ámbito urbano y en paralelo a dos acontecimientos que han propiciado muchos malentendidos: en efecto, la crisis ha puesto sobre la mesa algo que anteriormente se daba por descontado, el derecho al agua, que debe garantizarse con independencia de la capacidad de pago de las personas. Y por otra parte, la mirada crítica sobre la eventual trasformación de un servicio público en un mercado, pretensión del sector que hoy está en el debate ciudadano.
Y es que en el fondo del debate subyace la cuestión del valor y el precio, aquello que, como dice el refrán, sólo puede confundir un necio. El valor, se mide por el bienestar que produce disponer de ese bien. O quizá mejor, por el malestar que produce no poder disponer de él. El precio, en cambio, debe relacionarse con el coste de producción y distribución en determinadas condiciones de garantía.
Buena parte de los malentendidos radican en ese entorno conceptual:
La insuficiente relación entre coste y precio, pues con frecuencia se financian conceptos que no tienen que ver con el coste de disponibilidad, o viceversa, no se dotan partidas que debieran ser consideradas. También en ese apartado debería considerarse el tamaño de determinadas partidas, como las cargas financieras o los beneficios empresariales.
La relación entre precio y valor, que en relación al agua siempre es favorable al valor. En efecto, por mucho que haya quejas con el precio del agua, cualquier episodio de carestía pone de manifiesto que el precio es muy inferior al valor. Esa evidencia ha dado márgenes de maniobra importantes a los excesos observados en el control del precio del agua y de los conceptos que lo han soportado.
En esos términos, que pretenden consolidar situaciones de privilegio para los gestores del agua, el debate es inadmisible. En relación a un bien de primera necesidad que, sea su gestión pública o privada, se administra en régimen de monopolio, se impone una reflexión interna en el mundo local, otra muy distinta en el sector privado, y probablemente, una reflexión final conjunta.
El agua es un bien económico, pues su producción y distribución tiene costes medibles. Es un bien económico, pues su carencia ocasiona perjuicios o pérdidas también medibles en términos de coste de oportunidad.
Ello no es incompatible con el reconocimiento del derecho universal pues también es medible el coste de la financiación de ese derecho y así decidir la mejor forma de cubrir ese coste.
Tampoco puede incurrirse en la tentación de considerar que el precio del agua debe acercarse al coste de oportunidad, que siempre será muy superior. No se puede especular con un bien básico administrado la mayoría de las veces en régimen de monopolio.
Así pues, podría parafrasear alguna de las manifestaciones que se han producido recientemente en torno a la cuestión diciendo: ¿agua gratis? No. Pero tampoco a cualquier precio. Con las mercancías siempre cabe pensar que su precio pueda acercarse al coste de oportunidad. Con el agua, eso es inadmisible.
La rentabilidad del negocio aparece de vez en cuando en los medios. Una de las últimas fue con ocasión del Día Mundial del Agua: aunque es un recurso sobre el que no está permitido especular directamente -no cotizan futuros, ni CFDs[1] sobre el agua-, invertir en este elemento mediante las vías existentes ha sido una garantía para batir a los principales índices bursátiles.[2]
El texto sugiere bien a las claras que la rentabilidad del agua es tan grande que no hace falta especular con ella para obtener importantes beneficios.
Como se ve, hay distintas formas de celebrar el Día Mundial del Agua
[1] CFD o Contract for difference son contratos en los que se intercambia la diferencia del precio de un instrumento financiero en el momento de apertura del contrato y el precio en el momento de cierre del mismo.
[2] Invertir en agua coincidiendo con su Día Mundial renta un 5% hasta mayo. Daniel Yebra. El Economista.es. 20/03/2017.